En la administración pública coexisten dos tipos de servidores: aquellos con experiencia y conocimiento en la gestión gubernamental, y quienes, sin preparación ni oficio, juegan a ser funcionarios públicos, generando ineficiencia y obstáculos en la administración del Estado. Esta diferencia es crucial porque la calidad de la gestión pública no solo depende de las instituciones y sus normativas, sino también del perfil y la capacidad de quienes las encabezan.
Los que nos dedicamos a la administración pública en sus distintos niveles —federal, estatal o municipal— comprendemos la complejidad de su vinculación con la política. Esta relación es inevitable, pero es fundamental diferenciar ambos ámbitos. La política establece los objetivos y prioridades del gobierno, define el rumbo de las acciones públicas y marca las estrategias a seguir. La administración pública, en cambio, es el instrumento que materializa esas decisiones, traduciéndolas en programas, políticas públicas y servicios a la ciudadanía. En otras palabras, la política diseña el camino y la administración pública lo pavimenta. No puede haber una sin la otra.
Sin embargo, aunque la política y la administración pública están intrínsecamente ligadas, es fundamental mantener una distinción clara entre ambas. La política es dinámica, sujeta a cambios según la voluntad popular expresada en elecciones, mientras que la administración pública debe ser estable, profesional y eficaz sin importar qué partido gobierne. Por ello, la profesionalización del servicio público es un pilar esencial para garantizar la continuidad de políticas efectivas y la prestación de servicios de calidad a la ciudadanía.
A lo largo de la historia democrática y de gestión pública en nuestro país, tanto los conceptos como las prácticas han evolucionado. Uno de los términos más debatidos es el de “burocracia”, que con frecuencia se usa erróneamente para referirse a quienes trabajan en las instituciones gubernamentales. El estudio serio de la burocracia se lo debemos a Max Weber, quien la conceptualizó desde la sociología política. Según su teoría, la burocracia moderna debía caracterizarse por la especialización, la jerarquía, la normatividad y la profesionalización. Sin embargo, en la práctica, esta estructura ha generado efectos colaterales como el exceso de trámites, la rigidez organizacional y, en ocasiones, la pérdida del equilibrio entre la autonomía profesional y la neutralidad política.
Si bien Weber planteó la burocracia como un modelo ideal para la eficiencia administrativa, en muchas ocasiones ha sido desvirtuada por el exceso de trámites, la opacidad en los procesos y la falta de una cultura de servicio. De ahí que uno de los grandes retos en la administración pública moderna sea encontrar el balance entre la necesaria estructura organizacional y la flexibilidad para responder con rapidez y eficacia a las necesidades de la población.
Un punto clave en esta dinámica es la evolución del servidor público dentro de la estructura del Estado. A medida que un burócrata asciende en la jerarquía gubernamental, deja de ser un simple ejecutor administrativo y se convierte en funcionario público, con mayores responsabilidades estratégicas y de gestión. Si su ascenso continúa, puede llegar a ser un interlocutor político, un tomador de decisiones que influye en el rumbo del gobierno. En este punto, su función deja de ser exclusivamente administrativa para fundirse con el ámbito político.
En este sentido, es importante destacar que el servidor público debe tener vocación de servicio, conocimiento técnico y principios éticos sólidos para garantizar que las políticas públicas realmente beneficien a la ciudadanía. De lo contrario, la administración pública se convierte en un mero instrumento de poder sin eficiencia ni resultados tangibles.
La administración pública, en su sentido más puro, busca la eficiencia, la transparencia y el servicio a la ciudadanía. Sin embargo, su éxito depende de la conducción política y de la calidad de los actores que la encabezan. La profesionalización del servicio público es clave para que la gestión gubernamental no quede en manos de improvisados, sino de servidores con conocimiento y vocación. Porque, en última instancia, una administración pública sin política es imposible, pero una administración pública sin técnica y sin principios es inoperante.
Por ello, el gran desafío de la administración pública actual es garantizar que quienes la integran comprendan su papel no sólo como ejecutores de políticas gubernamentales, sino como agentes de cambio que contribuyen a la construcción de un Estado más eficiente, justo y equitativo. En una democracia sólida, la política define el rumbo, pero es la administración pública la que, con conocimiento y profesionalismo, hace que ese rumbo se traduzca en bienestar para la sociedad.
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