A lo largo de los últimos días, no he podido evitar preguntarme si el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca es realmente un reflejo de la mentalidad de los estadounidenses. En un momento histórico en el que México logró romper barreras sociales y llevar al poder a Claudia Sheinbaum como su primera presidenta, parecía natural pensar que Estados Unidos también podría dar un paso hacia la igualdad de género.

Un país como México, históricamente señalado por su arraigado machismo, demostró que el cambio es posible. Entonces, ¿cómo es que un país de primer mundo, con una democracia madura, fracasó en elegir a Kamala Harris como presidenta?

El panorama inicial era prometedor. Kamala Harris, una mujer con un perfil excepcional, tenía el apoyo de buena parte de los medios y encuestas que la colocaban, en algunos casos, por encima de Trump. No obstante, lo que parecía un duelo cerrado terminó siendo una victoria contundente para un hombre que ha sido señalado por su retórica divisiva y su política antiinmigrante. Trump no solo regresó a la Casa Blanca, sino que consolidó un control amplio del Congreso, aplastando las expectativas.

Es inevitable cuestionarse: ¿Se arrepentirán los estadounidenses?

Kamala Harris no solo representaba a las mujeres, sino también a una visión de progreso. Su trayectoria como vicepresidenta la colocó como una figura de cambio y esperanza, especialmente en un contexto global dominado por crisis como la guerra entre Rusia y Ucrania, y la urgente necesidad de combatir la violencia armada. Sin embargo, su candidatura pareció enfrentarse a un obstáculo insuperable: su género y su identidad racial.

En América Latina, antes de Sheinbaum, sólo siete mujeres habían alcanzado la presidencia. Y aunque el mundo ha avanzado, hoy apenas 28 mujeres son jefas de Estado o Gobierno, según datos de ONU Mujeres. En ese contexto, la expectativa de que Harris se convirtiera en la primera presidenta de Estados Unidos era mucho más que un sueño: era un símbolo de esperanza para millones.

¿Qué falló? Tal vez el partido que la respaldó no logró conectar con los votantes. Quizás el legado de su antecesor demócrata no fue lo suficientemente convincente para mantener el apoyo. O puede que Estados Unidos aún no esté listo para abrazar plenamente la equidad de género y superar las divisiones raciales.

Desde la perspectiva de México y de muchos observadores internacionales, Kamala Harris representaba una alternativa brillante, capaz de transformar la narrativa política global. Su derrota no solo refleja las dinámicas internas de Estados Unidos, sino que también nos obliga a reflexionar sobre las resistencias culturales y estructurales que persisten, incluso en las democracias más avanzadas.

Sin embargo, sería simplista reducir este resultado únicamente a la misoginia y el racismo. El ascenso de Trump también habla de una población estadounidense profundamente polarizada, donde el discurso del miedo, el nacionalismo extremo y las promesas de “recuperar la grandeza” han calado hondo. Harris enfrentó no solo a Trump como individuo, sino también a un movimiento que canalizó la frustración de millones hacia un liderazgo autoritario.

La derrota de Kamala Harris también pone en perspectiva el reto de las mujeres en la política global. No basta con un perfil brillante ni con romper barreras simbólicas; el sistema sigue siendo hostil para las líderes que desafían el statu quo. A pesar de los avances, la política sigue siendo un campo en el que las mujeres deben demostrar el doble, y aun así, enfrentarse a barreras invisibles que no permiten que su liderazgo florezca completamente.

El resultado electoral en Estados Unidos deja un mensaje preocupante, pero también una oportunidad para reflexionar y construir. La lucha por la igualdad de género en la política no se detiene con una derrota; al contrario, estas circunstancias suelen ser el catalizador para movimientos más fuertes y organizados. Tal vez, en este aparente retroceso, se siembre la semilla de un cambio más profundo en la mentalidad estadounidense.

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