Me dedico a buscar la Constelación de Orión en dos aplicaciones que muestran el movimiento de los astros; resulta fascinante observar su danza en el cielo. Entonces, echo el tiempo atrás, es decir, a diciembre de 2013 cuando pasé dos semanas en los Altos de Chiapas y me levantaba a las cuatro de la mañana, a las tres piedras donde se prendió el fuego nuevo en la creación del universo, es decir, Mamalhuaztli, como se le conocía entre los nahuas. El Petatzecua comenzaba a perder su luz en el poniente, mientras Saturno brillaba al amanecer.
El fin del ciclo agrícola estaba marcado en el cielo. La cosecha ya había pasado, era indispensable terminar de recoger el zacate de la milpa y dejar descansar la tierra para la próxima época de siembra. Esperar a febrero para llevar las semillas a bendecir.
Pero antes de que eso pasara era justo abrir los ojos y comenzar el día con las estrellas de cobijo. Teníamos que moler el nixtamal para las tortillas del día. Mi labor consistía justamente en moler. Ellas, las mujeres que me abrieron las puertas de su casa no imaginaban que yo tenía nociones sobre cómo echar tortillas y cuando les pregunté si podía intentarlo, se rieron, no me lo permitieron. Durante dos semanas me concreté a mi tarea inicial: el molino manual.
La cocina consistía solo de un fogón, una mesa donde se hacían las tortillas, un pequeño banco donde descansaba una jícara grande, -la depositaria del elixir- y otra mesa más grande donde estaban el molino y los trastes. Ese espacio se conectaba con el comedor, cuyas paredes eran de madera: un espacio lleno de aromas: las tortillas, la trementina, el pollo, los frijoles. Todos nos reuníamos a comer: la familia reía, platicaba; a veces me hacían preguntas, yo preguntaba a veces, un diálogo fluido gracias a la traducción de Andrea, no hablo tzotzil.
Las mujeres no aprobaron que yo les ayudara a preparar los alimentos, ni siquiera a separar los frijoles, mi única labora culinaria consistía, como ya les conté, en moler el nixtamal. Sí ayudé a cargar cosas, a mover el zacate, pero no con la comida. Ahora entiendo: no era mi hogar, no era mi Petatzecua.
La casa se conformaba de varios cuartos separados, todos de madera, formados en media luna, como custodiando las tres piedras donde todos los días se prendía el fuego para cocer el nixtamal, los frijoles y el pollo, así Mamalhuaztli estaba encendido día y noche. En la oscuridad recordaba la creación del universo; en el día transformaba una semilla en alimento sagrado.
Y así, de a poco, fui siendo partícipe del Popol Vuh, donde un día Ixmucame preparó la bebida de maíz para darle esencia/espíritu a los seres humanos; donde Junajpu e Ixbalanque prepararon la tierra para la milpa; donde ellos mismos fundaron el Nicah, que es el centro de la casa; donde se dio el acuerdo entre el Xibalba y el mundo celeste para que se diera la creación más importante: el grano luchando con la tierra por salir, para pintar la milpa de puntos verdes, que con el tiempo se convertirían en grandes plantas de maíz y entonces, después de llover, correr entre los surcos, aspirar el aroma de la tierra mojada.
Seguí buscando la Constelación de Orión, es decir, Mamalhuaztli, es decir, Ak´Ek´ y la encontré en el Códice Dresde, en el Códice Madrid, en el Códice Borgia, en la cocina al aire de libre de Chiapas. No todos los días tenemos la oportunidad de ser testigos de la creación, hay que estar atentos para cuando suceda: mirar el cielo, mirar la olla cuando suelta su primer hervor… sentir el amanecer, sentir la vida, ser Petatzecua.
No todos los días tenemos la oportunidad de ser testigos de la creación, hay que estar atentos para cuando suceda: mirar el cielo, mirar la olla cuando suelta su primer hervor… sentir el amanecer, sentir la vida, ser Petatzecua.
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