La pandemia de COVID-19 y las populares series de zombis pusieron de moda el fin de nuestra civilización. Las catástrofes naturales —inundaciones, terremotos, tormentas, tornados, huracanes y hasta la caída de meteoritos— forman parte de lo que se conoce ya como “ficción climática”, un nuevo género literario. Sin embargo, la magnitud, intensidad y velocidad con que se presentan los cambios de clima representan un auténtico callejón sin salida. No es cuestión de creencia, sino de evidencia.
Un ejemplo: los glaciares. Esas enormes masas de hielo que han permanecido durante miles de años en las partes altas de muchas montañas y en amplias extensiones de suelo en Groenlandia y la Antártida se están derritiendo de manera alarmante.
Particularmente, en las últimas décadas, y no por ubicarse en sitios alejados de nuestro entorno habitual, pensamos que carecen de relación con nosotros, ya que poseen el 70 por ciento del agua dulce en el planeta. Así de sencillo y trascendental.
Por eso, ayer 21 de marzo, se conmemoró el primer Día Mundial de los Glaciares. Incluso, la Organización de las Naciones Unidas designó el 2025 como el Año Internacional de la Conservación de los Glaciares, ya que se han convertido en indicadores de la salud del planeta. Su preocupante retroceso, derivado del calentamiento global, nos coloca, insisto, en una encrucijada.
En lo personal, me cuesta trabajo concebir montañas sin glaciares, sin nieve. Es triste ver fotos de nuestros majestuosos volcanes tomadas hace cinco o siete décadas, cuando sus cumbres eran plenamente blancas. Ni qué decir de José María Velasco y los fascinantes volcanes que plasmó para dar identidad al Valle de México.
En 2018, tuve el privilegio de ascender el Huayna Potosí (6,090 metros), en la Cordillera Real de Bolivia. Todo mi esfuerzo y concentración al recorrer su imponente glaciar no me impidió admirarlo. Jamás olvidaré esas pausas en las que miraba a mis pies el hielo, como una piel blanca, y alcanzaba a advertir venas azules por las que corría agua. Está vivo, pensaba. Y ahora, lamento saber que se está extinguiendo.
Ese mismo año, especialistas de la Universidad Nacional Autónoma de México advirtieron que no tenía sentido seguir monitoreando el glaciar de Ayoloco, la “panza” de nuestro emblemático Iztaccíhuatl (5,230 metros). Las imágenes satelitales y las fotografías aéreas revelaban que había desaparecido por completo.
Tres años más tarde, científicos y montañistas de la máxima casa de estudios del país formaron un grupo y escalaron la zona donde se situaba el mencionado glaciar. Colocaron una placa de acero con el siguiente mensaje grabado para las futuras generaciones:
“Aquí existió el glaciar Ayoloco y retrocedió hasta desaparecer en 2018. En las próximas décadas, los glaciares mexicanos desaparecerán irremediablemente. Esta placa es para dejar constancia de que sabíamos lo que estaba sucediendo y lo que era necesario hacer. Sólo ustedes sabrán si lo hicimos”.
Me atrevo a pensar que no solo quedamos en deuda con el futuro, sino también con el pasado. Nuestros ancestros, conocedores, responsables y respetuosos de su conexión con la Tierra nombraron a dicho glaciar Ayoloco, que en náhuatl significa “el lugar del corazón del agua”. Corazón que, como ya vimos, dejó de latir.
Brújula.- En esta ocasión, el rumbo informativo nos ubica al pie del que podría ser, prácticamente, el único glaciar del país, el de Jamapa, en el Pico de Orizaba (5,636 metros), donde una pareja de montañistas decidió contraer matrimonio. En un video difundido a través de redes sociales, se aprecia cómo el reducido grupo de invitados arroja nieve a los felices novios… a falta de arroz.
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