Esta semana, la llegada del invierno nos regaló imágenes de nuestros emblemáticos volcanes cubiertos por nieve, y aunque las autoridades restringieron temporalmente el acceso, familias enteras acudieron a disfrutar del paisaje dejando de lado el riesgo de posibles accidentes.
Aunque la presencia de nieve incrementa la curiosidad y el interés por acercarnos a nuestras montañas, en el sentido amplio de la palabra, lo cierto es que, todos los fines de semana, decenas de personas las visitan, algunos con más entusiasmo que preparación física y conocimiento; otros, con equipo adecuado y planeación logran subir a las cumbres.
¿Por qué nos atraen las montañas? Es una pregunta que me he hecho desde la primera vez que tuve la fortuna de experimentar un ascenso, y que también me hacen quienes me conocen. A continuación, intentaré exponer algunas razones.
A lo largo de la historia, nos han acompañado. Recordemos que nuestros antepasados dejaron vestigios de su presencia en ellas, aunque es interesante mencionar que las grandes civilizaciones florecieron en afluentes de ríos o puertos marítimos.
Sin embargo, las montañas poseen un halo de libertad que perdura hasta nuestros días. Imaginemos a dos grupos humanos en la antigüedad disputándose el control de un valle fértil; esa confrontación orilla a uno de ellos a huir hacia las montañas para no quedar sometido al más poderoso.
Actualmente, nos alejamos a las montañas para descansar y sentir que escapamos de un entorno hiperconectado que, además, nos hace sentir vigilados a cada instante.
También han sido motivo de misterio, pues en el pasado se creía que en sus cimas habitaban deidades, monstruos mitológicos, demonios, brujas y hechiceros; es decir, entes sobrenaturales que provocaban truenos, tormentas, erupciones, avalanchas, aludes, lluvias torrenciales, por lo que también se les debía venerar.
En nuestra época, las montañas nos revelan el desastre al que nos encaminamos como especie: incendios forestales, derretimiento de glaciares, tala clandestina y/o indiscriminada de bosques, inundaciones, sobre explotación de los suelos, sequías prolongadas. Pero aquel miedo y respeto que nos provocaban ahora se traduce en una alarmante indiferencia y pasividad.
Pero también se han distinguido por despertar en nosotros un profundo sentimiento de espiritualidad. No en balde la edificación de los primeros monasterios en Europa, los templos en Asia e incluso, las pirámides en Egipto o en Mesoamérica, denotan la intención de experimentar una conexión con lo sagrado, buscar la contemplación, la meditación o la cercanía con algo superior, justo en la altitud.
No obstante, en los últimos dos siglos podría decirse que la fascinación por las montañas despertó en el ser humano su deseo de explorar, de conquistar, de competir con otros, de sentirse superior a los demás, para lo cual se propuso alcanzar cumbres que nos han dejado relatos épicos, hazañas inolvidables, pero también auténticas tragedias.
Reza un proverbio tibetano que “Quien ha escuchado alguna vez la voz de las montañas, jamás podrá olvidarla”. Este espacio, generosamente brindado por El Universal Estado de México, aspira a encontrar respuestas a la pregunta inicial, pues como se pudo advertir, la montaña y el ser humano poseen una historia en común.
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