Hasta antes de arribo de Claudia Sheinbaum al poder, la matriz ideológica que distinguió al sistema presidencialista mexicano partía del nacionalismo revolucionario como le denominaron Arnaldo Córdova y Daniel Cossío Villegas, entre otros. El 1 de septiembre de 1928 Plutarco Elías Calles se pronunció por dejar atrás el país de caudillos para dar paso al de las instituciones, para pasar de una vez por todas “… de la condición histórica del país de un hombre, a la nación de instituciones y de leyes”, dijo en ese memorable discurso.

Ni con Vicente Fox, ni con Felipe Calderón se logró construir un andamiaje institucional distinto al de la creación del sistema político mexicano. Andrés Manuel López Obrador impulsó un discurso populista con claros tintes nacionalistas de origen étnico. Para él hay un antes y un después del descubrimiento-conquista de México (de ahí su alegato permanente para que el gobierno español pidiera perdón por las atrocidades cometidas, según la interpretación de nuestro ex presidente), la segunda ruptura proviene del arribo del modelo globalizador adoptado por el grupo que arribó al poder en 1982 con Miguel de la Madrid y a cuya élite los editorialistas de la época calificaron como “tecnócratas”, vencedores según esa lógica, de la disputa con los políticos tradicionales.

El tercer punto de quiebre inicia en 1983 con la publicación de “la disputa por la nación” de Carlos Tello y Rolando Cordera en donde claramente la vieja hegemonía priista se divide y de la cual se desprende la posterior ruptura del Frente Democrático Nacional que postuló como su candidato a Cuauhtémoc Cárdenas. Durante el sexenio previo (82-88) Andrés Manuel López Obrador seguía siendo priista y no fue sino hasta 1991 con “El éxodo por la democracia” que inició su larga marcha por recuperar el pasado histórico del que nunca fue capaz de desprenderse: el nacionalismo revolucionario. Su épica siempre estuvo marcada por el eterno regreso a un pasado heroico, sobredimensionado por sus lecturas preferidas y pasajes perfectamente construidos a partir de lo que Baumann ha denominado retrotopía (un pasado imaginario a donde se llega de regreso).

Claudia Sheinbaum por su parte proviene de las luchas históricas de la izquierda latinoamericana, su formación es netamente universitaria y su carácter de investigadora la aleja de las interpretaciones fantasiosas de quien fue su jefe y compañero de ruta. A diferencia de AMLO, que se formó en el México profundo, nuestra actual presidenta surgió de las clases medias metropolitanas, herederas de la más fiel formación ideológica prevaleciente en el mundo bipolar característico de su época y a diferencia de prácticamente todos los líderes políticos en Morena, su tránsito político nunca pasó por el viejo PRI. Aprendió desde su casa las peores formas del gobierno represor y por ello, no es ninguna casualidad que su primer día de gobierno lo haya iniciado con el perdón a las familias damnificadas por la represión del 68.

A la mayoría de los analistas les cuesta trabajo describir los fenómenos sin acudir a futuros distópicos o escenarios con frecuencia catastrofistas y fieles a la máxima de la prensa estadounidense: “lo mejor es lo peor que se va a poner…”. Lo cierto es que luego de 6 años, México no se convirtió en pejezuela del norte ni el gobierno confiscó bienes, ni los comunistas se comieron a los niños. Pensar un futuro con un gobierno de izquierda no tiene antecedente alguno en nuestra historia, valdría la pena ser cautos y comenzar a medir el ejercicio del poder de nuestra Presidenta, más por sus hechos que por sus palabras.

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