En cuestión de un par de días, el 12 de noviembre, estaremos celebrando el Día Nacional del Libro en nuestro país. Un festejo que fue instituido por decreto presidencial en 1979, en honor al nacimiento de Sor Juana Inés de la Cruz y que tiene como festejado principal a ese objeto del deseo para muchos, instrumento de conocimiento para otros y un muro de hojas que conlleva a la aburrición para otros menos.

El caso es que, para quienes amamos la lectura, el libro es parte fundamental de nuestras vidas y nos ha acompañado en mayor o menor medida a lo largo de ella. Los libros, y por ende, la lectura, se adhiere a nuestro ADN y deja de ser un hobby para convertirse en una necesidad, ya sea por conseguir el nuevo libro de nuestro autor o autora de cabecera, porque no resistimos más y ya queremos saber qué ocurre en el siguiente tomo de nuestra saga favorita; ya sea que alguien nos recomendó un libraco que se antoja bastante o debido a que recorriendo los estantes de alguna librería vimos una portada o leímos una reseña que nos voló la cabeza y decidimos no dejarlo huérfano y que nos acompañe a casa.

Más allá del propio acto de leer, que es innegable su disfrute gracias al placer que nos proporciona; me gustaría ahondar en el libro como objeto. Hace algunos años, cuando comenzaron a aparecer los primeros “e-books” o libros electrónicos, se barajeaba la posibilidad de que el libro impreso iba a desaparecer y que la tinta electrónica, la luz cálida y las pantallas antideslumbrantes terminarían ganando la batalla de formatos, dando paso a los soportes digitales. Al final (o al menos, hasta ahora) existe, me parece, un empate entre ambos y el libro físico se muestra aún en aparadores, puestos de revistas y librerías de todo el mundo.

Y es que, a pesar de las bondades del libro electrónico (podemos cargar miles de libros en cualquier lector, es más ecológico, ocupa muy poco espacio y no existe desabasto de algún título, entre un largo etcétera), tener un libro entre las manos es una experiencia única: pasar sus páginas, subrayarlo o hacer anotaciones en sus márgenes, sentir el gramaje del papel y disfrutar su inigualable olor es parte de ello y complementa la experiencia de leer.

Hay quienes coleccionan primeras ediciones, libros con diseños brutales y/o espectaculares, novelas gráficas, libros de diseño o de “mesita de centro” (como también se les llama de broma). Incluso hemos visto libros tan maltratados que parecen haber sobrevivido una guerra y otros tantos que pareciera no salieron nunca de un estante, aunque ya han sido leídos. Todo ello habla mucho de la persona que los posee y nos ayuda (queramos o no) a forjar una imagen de los dueños.

En 1879 apareció impreso en Japón, por primera vez, el término tsundoku, conformado por “tsun”/“tsumu” que significa apilar y “doku” un verbo que significa leer. Y aunque en un primer momento se empleó de forma satírica, perdió cualquier estigma asociado y hace referencia al acto de acaparar libros; es decir, aquella persona que adquiere libros y, ya sea por falta de tiempo o por el simple hecho de comprarlos, los apila, postergando su lectura.

De forma paralela, en el Siglo XIX, apareció una novela titulada “Bibliomanía” o “La locura del libro: un romance bibliográfico”, del autor inglés Thomas Frognall Dibdin, que definía el término como una enfermedad que invadía a las personas y les provocaba un deseo irrefrenable de poseer libros.

En “El infinito en un junco”, una obra preciosa que aborda la historia del libro, escrito por la genial autora Irene Vallejo (y que deben agregar a su lista de próximas compras), la autora escribe lo siguiente: “He nacido en un país y una época en que los libros son objetos fáciles de conseguir. En mi casa, asoman por todas partes. En etapas de trabajo intenso, cuando pido docenas de ellos en préstamo a las distintas bibliotecas que soportan mis incursiones, suelo dejarlos apilados en torres sobre las sillas o incluso en el suelo. También abiertos boca abajo, como tejados a dos aguas en busca de una casa que cobijar. (…) Pero yo pienso que todos, desde los grandes libros de fotografía hasta esos viejos ejemplares de bolsillo encolados que siempre intentan cerrarse como si fueran mejillones, hacen más acogedora la casa”.

Así, la biblioteca que vamos formando y los títulos que vamos agregando a ella no es accidental: contiene nuestros gustos, deseos y obsesiones. Que la pila de libracos siga creciendo.

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