Hace 41 años, un domingo por la tarde, se realizaba un espectáculo de escapismo en el Teatro Blanquita a cargo de un personaje que, aunque retirado en aquel momento de los encordados, era reconocido, amado y glorificado por todos aquellos que se habían dado cita en aquel santuario del espectáculo para ver una vez más al mítico héroe jugarse la vida y salir indemne.
Desgraciadamente, y al contrario de todas las ocasiones en que salió ileso tras enfrentarse a invasiones, monstruos y bellezas míticas, el Santo sufriría un infarto al miocardio que lo llevaría a la tumba. Era un 5 de febrero de 1984.
Rodolfo Guzmán Huerta, nombre verdadero del enmascarado de plata, nació en Tulancingo un 23 de septiembre de 1917 y fue el quinto de siete hermanos nacidos de la unión de Jesús Guzmán y Josefina Huerta. Aunque es originario de Hidalgo, se trasladó con su familia a la Ciudad de México, asentándose en Tepito, el barrio bravo por excelencia, que lo arropó y dio forma al gladiador del pancracio nacional.
El nacimiento de esa mítica figura que recrea el ancestral enfrentamiento entre el bien y el mal, y cuya primera máscara fue confeccionada con piel de cerdo, se gestó un 26 de julio de 1942 en la Arena México (aunque ya había luchado bajo los nombres de Constantino, Hombre Rojo o El Murciélago Enmascarado II) dándole un merecidísimo lugar como uno de los mejores villanos del ring, distinguiéndose por su preciosa y característica máscara plateada.
La esquina de los rudos fue desplazada con el tiempo para dar paso al héroe de la lucha libre mexicana que se enfrentó al mal no sólo sobre el cuadrilátero sino también en el cómic y la pantalla grande.
Su salto a las historietas corrió de la mano de José Guadalupe Cruz en 1951. Cruz, guionista de diversas cintas, trabajó con directores de culto como Juan Orol y Chano Urueta, dedicándose también a dibujar y editar cómics de temáticas diversas. Santo se publicó entre 1951 y 1980, cubriendo más de 500 aventuras y editándose hasta tres números, con 32 páginas, por semana.
Por cierto, el mote de El Enmascarado de Plata se lo debemos a Cruz. Aunque ya se habían rodado cintas que hacían referencia al ring (como: No me defiendas compadre, con el enorme Germán Valdés Tin Tán a las órdenes de Gilberto Martínez Solares, su director de cabecera) el género de las películas protagonizadas por luchadores se inauguró en 1952, al finalizar la época de Oro del cine mexicano.
Nuestro héroe debutó en el celuloide, en 1958, con Santo contra los hombres infernales y Santo contra el cerebro del mal, ambas grabadas en La Habana, dando inicio a una enorme carrera, que da un total de 52 largometrajes, entre los que destacan: Santo contra los Zombies, donde aparecen la bellísima Lorena Velázquez e Irma Serrano (sí, ¡la Tigresa!), Santo contra las mujeres vampiro, proyectada fuera de la competencia oficial en el Festival de Cine de San Sebastián, Santo contra la invasión de los marcianos, cuyo cartel es una copia exacta de Robinson Crusoe on Mars, y Santo en el tesoro de Drácula, donde usa una máquina del tiempo para viajar al pasado, con una versión para mayores de 18 años conocida como El vampiro y el sexo, donde nuestro héroe se enfrenta al Conde Alucard y, pobre de él, a frenéticas sacerdotisas del placer.
Me despido con el diálogo final de Santo contra los zombies: “Santo es una leyenda, una quimera. La encarnación de lo más hermoso: el bien y la justicia. Ese es el Santo, El Enmascarado de Plata…
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