Uno de los recuerdos más vívidos que tengo es de la Navidad. Cada nochebuena, nos reuníamos en casa de mis abuelos para celebrar y compartir en familia. Así, entre la cena, los villancicos y la clásica piñata, estábamos siete u ocho chavales esperando el momento que todo niño ansía durante esa noche: la llegada de Santa Claus, ese viejo bonachón dispuesto a hacer un viaje épico y brutal alrededor del mundo con tal de cumplir los deseos de millones de pequeños. El caso es que, en un punto de la velada, nos pedían salir al jardín o irnos a la planta alta para, posteriormente, gritar a todo pulmón: ¡ya llegó Santa!

La bajada en tropel que hacíamos mi hermano, mis primos y yo, era desaforada e igualmente proporcional a la alegría que sentíamos al ver los regalos que estaban dispuestos bajo el árbol, iluminándose alternadamente mientras buscábamos nuestros nombres en ellos y los abríamos despiadadamente. Entre los obsequios (y aquí es donde entra el recuerdo) mi memoria coloca en primer plano al barco pirata de Playmobil, figuras de Gi Joe, He-Man y la clásica, y ahora eternamente buscada, colección de Star Wars.

Con el tiempo, y la inevitable habilidad de crecer, llegó la adolescencia y aquellos juguetes fueron regalados pero, a pesar de ya no tenerlos, los recuerdos y la sensación de bienestar que en su momento provocaron esos objetos me hicieron querer recuperarlos de alguna forma. Y de repente, cuando menos me lo esperaba, me di cuenta de que comenzaba a coleccionar aquellas figuras y otras más que no pude tener de pequeño.

Conforme el espacio se reduce y una colección crece, es inevitable preguntarse: ¿por qué coleccionamos? Antes de intentar siquiera contestar esta pregunta, pensemos en la idea básica de coleccionar.

Durante el siglo XVI aparecieron en Europa las cámaras de maravillas, un espacio en el que la nobleza hacía alarde de su poder y riqueza y en el que se podía apreciar obras de arte, antigüedades y joyas, entre muchas otras rarezas. Estos Wunderkammern, como se les llamaba en alemán, evolucionaron un par de siglos más tarde a los clásicos gabinetes de curiosidades, todo ello gracias al auge de las exploraciones científicas y comerciales. Su propósito, entonces, estaba entre mostrar la rareza de los objetos y su interés científico.

Y aunque antaño otorgaban prestigio social, existen otras formas de ver el coleccionismo. Según el Museo del Objeto, Freud lo define a través de tres patologías principales: el fetichismo, la acumulación y el exhibicionismo. Lacan, por su parte, se centra en el objeto del deseo: cuando se ha obtenido un objeto dicho deseo se vuelca en otro objeto más, creando un círculo interminable de deseo y posesión.

En su libro “El arte de coleccionar moscas” de Fredrik Sjöberg, editado por Libros del Asteroide, dice lo siguiente: El psicoanalista estadounidense Werner Muensterberger afirmó que muchos coleccionistas se dedican a coleccionar para escapar de las terribles depresiones que constantemente amenazan con alcanzarlos”. Agregando que, los coleccionistas, “se entregan a menudo a una forma de fetichismo que tiene efectos ansiolíticos”.

En “Colección seguido de la avaricia” de Gérard Wajcman se aborda de la siguiente manera: “(…) o bien uno mira los objetos como testigos que, cada uno de ellos y en conjunto, susurran una historia al oído atento, o bien el objeto está ahí él mismo, en él mismo, por él mismo”.

En su poema “El instante”, Borges ataca con el siguiente verso: La memoria erige el tiempo. En mi caso, así es: colecciono para rememorar y, gracias al viejo arte del coleccionismo, que sin lugar a dudas crea colectividad, he encontrado grandes amigos.

Así que, sin importar qué coleccionas (incluso pueden ser recuerdos) piensa en tus motivos y la satisfacción que te dan. Que, al fin y al cabo, la época navideña también está hecha para reflexionar.

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