Desde hace unos años, cada que comienzan las vacaciones (no importa la temporada), posteo en mis redes sociales, como si de una tradición se tratara, el extracto de uno de los capítulos más memorables de Los Simpson (temporada 7, episodio 25), en el que Milhouse, ansioso y presa de los nervios, escucha el segundero del reloj de su salón de clases mientras mira pasar el tiempo. Afuera, los clásicos carros de helados echan a andar sus motores. De repente, un par de agujas del reloj cumplen su vuelta habitual y marcan las nueve, hacen sonar la chicharra de la escuela. Milhouse sale disparado de su pupitre y señala a su maestra y le grita a todo pulmón: ¡Se acabó!, ¡Vete al demonio, Krabappel!
Lo que comenzó como una broma entre amigos hoy tiene matices de ironía y realidad, gracias al tiempo que pasó entre el afán de la vida y los trabajos que se suceden unos a otros.
¿Quién no se ha sentido como Milhouse? Con el cansancio, los problemas, la carga laboral, el estrés, los traslados… puedo seguir y enumerar distintas razones por las que nos sentimos abrumados y esperamos con más ansias las vacaciones tan preciadas.
Así que, en este constante ir y venir diario, en el fluir del tiempo y la vida, démosle su merecida y justa dimensión al descanso. A detenernos y buscar un momento para nosotros mismos y combatir la fatiga con una clásica y tradicional siesta. Así es, esta hermosa y tradicional costumbre de tener un “sueñito reparador” que nos permite recargar energías para hacer frente a las labores restantes del día.
Para conocer su origen debemos viajar a la antigua Roma, donde la jornada laboral se dividía en doce horas. Llegando el mediodía, justo cumpliendo la sexta hora, el sol era incandescente y, más allá de trabajar, se aprovechaba ese tiempo para comer y descansar.
Les recomiendo un libraco delicioso y propenso al amodorramiento: El don de la siesta. Notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo, de Miguel Ángel Hernández, editado por Anagrama. Una obra en la que la siesta es el personaje principal, mientras aborda sus bondades, curiosidades y el placer de echar una pestañita.
Dice Miguel Ángel: “A esa hora, el meridies según la división del tiempo natural, los romanos solían interrumpir la jornada para hacer una meridiatio. Una siesta. Una costumbre practicada por los ociosos, pero también por los trabajadores. (…) Es el momento del reposo y del descanso placentero”.
En Cómo vencer a la muerte en treinta días: diario de Sinforoso Cantera, de Francisco Blanco Figueroa, editado por la Universidad de Colima, mencionan al respecto: “La siesta era sagrada. Nadie se atrevía a despertar al agraciado durmiente salvo que le tuvieran que anunciar que un pariente suyo, más bien muy cercano, se estaba muriendo, pero muriendo de verdad. La gente esperaba hasta que el cura le impusiera los santos óleos al moribundo y sólo entonces se podía acabar con la magia de la siesta”.
La siesta reduce el estrés, la presión arterial y el ritmo cardiaco. Facilita el aprendizaje, mejora la concentración, estimula la creatividad y nos ayuda a la resolución de problemas, todo ello de acuerdo con estudios de la Universidad de Berkeley y la Escuela de Medicina de Harvard.
Así que, si tienen vacaciones, déjenme felicitarlos y desearles que la pasen muy chévere. Si ese no fuera el caso, abracemos la hora sexta y formemos parte de una larga tradición de siesteros que, al final, sólo buscan reducir el estrés mediante el descanso y la felicidad.
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