Perder a la madre o al padre, avienta a la persona hacia lo indeseable, ser huérfano(a). Palabra de corte eclesiástico que nació del latín tardío orphânus, es decir, abandonado, sin padres o, sin hijos. Se usa también para quien ha sido privado de algo que valoraba. Como otros términos, huérfano emana del griego antiguo: orphanós. La orfandad posee connotaciones complejas; estalla según el momento en el que llega esa muerte del ser amado.

Existe una orfandad prelingüística, que es aquella que acontece cuando el padre o la madre han fallecido pero, el hijo o la hija tienen menos de tres años. Según Jean Piaget o Lev Vygotsky, en ese primer lapso de la existencia, el desarrollo de nuestras estructuras de pensamiento y del habla nos impiden tener claridad del sentido y la simbolización de la finitud como tragedia. Entre los siete y 10 años, comenzamos a entender gradualmente la fatalidad de la muerte.

Después, a riesgo de caer en un reduccionismo, puede sobrevenir la orfandad precoz; aquella que llega a consecuencia del deceso de uno o de ambos progenitores, mientras sus descendientes todavía son menores de edad, es decir, entre los cuatro y hasta que circundan los 20 años de existencia. Durante ese lapso, en cada año natural y para cada persona huérfana, las consecuencias de tal desamparo son inigualables e intransferibles y, desde luego, estamos lejos de su cabal comprensión. Sin duda, ese temprano abandono existencial resultará demoledor e imborrable.

Cuando la partida de progenitores sobreviene, mientras sus descendientes transitan desde los 25 y hasta los 45 años, podría considerarse que se trata de una orfandad intermedia. El hecho de que uno u otro deceso parental suceda en ese intervalo, no le quita sufrimiento, dolor, sentimiento de abandono ni desdicha a los descendientes; pero quizá podamos convenir en que tiene marcadas diferencias con respecto a la orfandad temprana.

Finalmente, tiene su sitio la orfandad tardía. Esta emerge cuando la partida de uno o de ambos progenitores comparece mientras sus descendientes bordean el medio siglo de su propia existencia o un poco más. Aquí, como dirían algunos estoicos de la Grecia antigua, el orden cósmico se ha cumplido.

Cual saeta infalible, el pasado sábado 16 de noviembre, a las 11:23 de la mañana, Alfonso Guadarrama Rubio, mi padre, partió. Nació el sábado 7 de octubre de 1933. Vivió 91 años y un pelín más. Junto con mi madre, dejó su huella genética en cuatro hijas y seis hijos; 10 nietas; ocho nietos; seis bisnietas y un bisnieto.

El domingo 17, tras permanecer 135 minutos a unos 1000º grados, su cuerpo mutó a cenizas de cremación. Estoy agradecido con la vida por las lecciones que me legó, por obsequiarme sus valoraciones en forma de selectos gustos musicales, libros y sus variadas degustaciones. También, por haberme permitido tener una dulce orfandad tardía.

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