En Jiquipilco hoy se respira miedo e inquietud en las calles, los vecinos están preocupados y con razón. Este fin de semana vivieron condiciones extraordinarias en las que los pobladores lincharon a un par de delincuentes que pretendían extorsionar a una familia.
Que son del Cártel Jalisco Nueva Generación, dicen. Que no es la primera vez, dicen. Que se habían quejado y nadie hizo caso, dicen. ¿Qué va a pasar ahora?, se preguntan.
Y una vez más una pequeña comunidad mexiquense se vuelve el ejemplo de lo que la impunidad, el abandono institucional, la desesperación, el hartazgo y la violencia que impera puede provocar.
Seguramente en unos días -tardan, siempre se tardan- la Fiscalía mexiquense nos dará una explicación de cómo se desarrollaron los hechos sin que la autoridad interviniera en tiempo y la violencia se salió de madre hasta este punto.
El problema es que no acaban nuestras autoridades de comprender que cuando las circunstancias llegan a este nivel, ya no hay vuelta atrás, el daño a la comunidad está hecho.
Hoy, todavía no sabemos con claridad cómo fueron los hechos en ese pueblo, ni cuántas veces antes estos sujetos habían cometido este tipo de tropelías impunemente.
Sin embargo, nos suena conocido, cercano, común y eso es lo grave. Cada vez más en el Estado de México las poblaciones -grandes y pequeñas- se sienten en la necesidad de defenderse con sus propias manos y tomar la justicia por su cuenta, ante la ausencia total de autoridades de todo tipo.
Las alcaldías, en especial las pequeñas, no tienen la capacidad ni el alcance para responder, y algunas son más parte del problema que de la solución.
Lo peor, cuando las corporaciones son honestas, no cuentan con el personal, el equipo ni la capacitación suficiente o necesaria para hacer frente, así que se hacen a un lado.
Mientras, las autoridades estatales y federales no responden en tiempo y forma, cuando reaccionan es tarde.
Según un estudio de la Universidad Autónoma Metropolitana, entre 2016-2022 este tipo de quebrantamiento social registró mil 423 casos en la modalidad de linchamiento y 196 en grado de tentativa, para un total de mil 619. El Estado de México está entre las entidades con más casos. El problema no es menor y va en aumento.
Según los expertos, el linchamiento es una expresión de violencia colectiva que ilustra la falta de capacidades del Estado para mantener el monopolio legítimo del uso de la fuerza y el control sobre el territorio, para garantizar la aplicación de la ley y la seguridad de la población. Es síntoma de una crisis de autoridad e institucionalidad.
Lo peor, como la autoridad no reconoce estos estallidos de violencia ni los procesa institucionalmente, tampoco tenemos un registro oficial de los casos, claramente no hay intención de analizarlo y menos de resolverlo. Solo lo barremos bajo el tapete y miramos a otro lado.
Pero, ¿qué pasa con estas comunidades después? Quién se preocupa por entender la dinámica que lleva a este punto, quién analiza, conversa y resuelve el conflicto que al interior del conjunto social ocurre.
Pero claro, si no se ocupa la autoridad de frenar los actos delincuenciales y de violencia que llevan a los linchamientos, mucho menos lo hace con los efectos sociales. ¿Y nos preocupamos por los narcocorridos?
La última trinchera
Empezó la elección del Poder Judicial en los ámbitos estatal y nacional, pero de eso, la gente poco o nada sabe.
Este parece el crimen perfecto, en el que nadie sabe y nadie supo. Lo peor, parecen los legisladores haberlo diseñado de esa manera, porque no solo no aprobaron recursos para dotar a los candidatos de elementos para hacer promoción, sino que pusieron tantos candados a los medios de comunicación que hay que ser muy valiente para publicar algo.
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