El presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, continúa ejerciendo presión y afianzando su posición ante su electorado mediante diversas amenazas y declaraciones en relación con distintos países y regiones del mundo. Un día se pronuncia sobre la migración y el narcotráfico en relación con México y Canadá, y al siguiente aborda su papel en la OTAN, incluso insinuando una posible salida de esta alianza militar. Asimismo, ha amenazado con desatar una guerra comercial contra China, cerrar fronteras y aplicar aranceles a productos manufacturados en Asia o en cualquier otra parte del mundo.

En este conjunto de declaraciones y amenazas, Trump ha evidenciado su inclinación proteccionista. Es consciente de que la economía estadounidense necesita reactivarse de inmediato, pues, aunque sigue siendo el mercado de consumo más grande del mundo, enfrenta riesgos de colapso debido a la constante disminución de su producción industrial. Trump entiende que la sociedad estadounidense, por su tamaño y poder adquisitivo, no puede sostenerse en competencia directa con el resto del mundo. Durante las últimas tres décadas, el país se ha concentrado principalmente en los sectores de servicios y comercio, descuidando la producción industrial.

Por ello, el magnate convertido en presidente busca utilizar su poder político y militar para atraer de vuelta a su territorio la industria manufacturera, con la intención de agregar valor a la economía mediante la expansión del mercado interno. Sin expresarlo de manera abierta, Trump aspira a consolidar nuevos bloques comerciales y de producción, un objetivo motivado por las fragilidades expuestas en las cadenas logísticas globales durante la pandemia, la guerra en Ucrania y la crisis hídrica del Canal de Panamá. Estados Unidos, como superpotencia, no quiere correr riesgos innecesarios y reconoce ahora su vulnerabilidad frente a los bloques comerciales y centros de producción que muestran debilidades capaces de generar severas crisis de suministro.

Para abordar esta situación, Trump busca actuar en dos frentes: por un lado, garantizar el abastecimiento de bienes y productos indispensables para su mercado interno, alejándolos de los actuales centros de producción y atrayéndolos hacia territorio estadounidense, generando empleo y valor agregado. Por otro lado, fomenta el nacionalismo estadounidense mediante un discurso autoritario y supremacista, promoviendo el cierre de fronteras a la inmigración y la revisión de los tratados comerciales.

Sin embargo, Trump parece ignorar que los hábitos laborales y de consumo de la población estadounidense han cambiado. Durante décadas, los estadounidenses han disfrutado del confort que ofrecen empleos bien remunerados en sectores alejados de los campos y las fábricas. Estos empleos, indispensables para la expansión económica, ya no resultan atractivos para el ciudadano promedio, que prefiere trabajar en los sectores de servicios y comercio, donde el desgaste físico es mínimo.

En el mediano plazo, Trump enfrentará una creciente demanda de mano de obra calificada para la industria y el sector agrícola. Esto lo llevará, inevitablemente, a depender de los migrantes para generar la riqueza que tanto busca. Irónicamente, el mismo discurso que promueve el cierre de fronteras podría convertirse en su mayor obstáculo. Al final, será víctima de sus propias palabras.

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