Petatzecua II
Saber que iría al rancho era emocionante, seguro tomaría refresco y tendría a mi disposición dulces, galletas, chicles y todo lo que se me antojara. Él jamás se negó al ruego de: Abuelito, ¿puedo tomar una congelada/un refresco/unas papas? Y así transcurrían los domingos, días festivos o vacaciones: momento en que la casa de mi abuelo se convertía en guardería y niños corrían de un lado al otro gritando y las escaleras se transformaban en la resbaladilla oficial para bajar en el tapete preferido de mi tía.
Y entonces un día llegué a su casa para no irme más y así conocí otras dinámicas de vida: vigilar que nadie se robará nada de la tienda los sábados y domingos por la mañana; escoger tomates; arreglar la mercancía cuando llegaba de Toluca; meter los guajolotes al corral; recoger la masa del molino; apagarle al nixtamal, ir por leña al huerto…También aprendí sobre la muerte y la vida: vi nacer pipilitos, becerros; vi crecer las plantas; presencié la muerte de borregos, perros, pollos, guajolotes y ardillas.
Mi abuelo cumplía años en diciembre y, además de un rico mole de guajolote, comíamos barbacoa, la cual se preparaba un día antes. Yo tenía 9 años y, como siempre, estaba de metiche viendo cómo degollaban al borrego y cómo escurría la sangre; cuando mi abuelo se percató de mi presencia me regañó porque la sangre se estaba desperdiciando y no estaba aparándola en la cacerola: yo estaba absorta en el rojo coloreando el patio de la casa y no recordé que mi tarea: juntar la sangre que después sería guisada con rodajas de cáscara de naranja. Después, presencié fascinada cómo le quitaban la piel al borrego; cómo lo destazaban para después meterlo al hoyo. El ritual del sacrificio.
El segundo Petatzecua de mi vida
En la huerta, mi abuelo construyó el hoyo para esas fiestas especiales. Desde muy temprano, él mismo prendía el fuego: colocaba varias piedras hasta el fondo y después leña que comenzaba a arder; mi abuelo era el encargado de cuidar ese fuego, el centro del universo culinario de su cumpleaños. Mientras eso sucedía, mis primos cortaban las pencas de maguey, las cuales se asaban de a poco para que se suavizaran. En el patio se sacrificaba al borrego, el cual era cuidado y alimentado con un año de anterioridad, aproximadamente (cual ixiptla previo al sacrificio). Mi abuelo determinaba cuando el horno ya estaba listo y con sumo cuidado sacaba los troncos carbonizados. En su lugar, se colocaba una cacerola para recibir el caldo. El horno se forraba con las pencas. Se colocaba la carne. Se cobijaba con las pencas. Se tapaba con un comal gigante. Se echaba arena. Se sellaba. La creación de la barbacoa se llevaba a cabo durante toda la noche y parte de la mañana.
Entre los mayas, este método de cocción se conoce como pib. Así es, de ahí viene la famosísima cochinita pibil. Naturalmente que los elementos cambian, no se colocan pencas de maguey, sino hojas de plátano, pero, en esencia, la idea es la misma: un hoyo en la tierra, piedras calientes, plantas que trasmitirán su esencia a la carne. Un hoyo en la tierra, la tierra que transforma, que da vida, que da alimento. Una suerte de vientre materno: un temazcal: un espacio oscuro, que simula una cueva, donde se introducen piedras calientes y plantas que trasmitirán su esencia al cuerpo para transformarlo. Por cierto, el vocablo en maya para designar al temazcal es pib´naj. No, no hay coincidencias.
Regreso a mi abuelo
Dentro de poco sería su cumpleaños. Ya no hay más barbacoa. Yo extraño subir las escaleras mientras grito Abueeelooo, para luego descubrirlo sentado en su sillón mirando [escuchando] la televisión o durmiendo, de ser así, me acercaba a él sigilosamente, le tocaba el hombro y se espantaba. Confieso que muchas veces hice esto justamente para espantarlo y entonces le decía que la comida ya estaba lista… gracias al Petatzecua que creaba mi madre.
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